no lo vimos venir.
No estaba marcado en nuestro calendario
hecho con trocitos de niebla
pues así de poco era
lo que nos importaba el tiempo;
no estaba tampoco en el fondo de nuestros ojos
que hasta el final siempre fueron
caramelos de limón.
No estaba en las profecías de Cassandra
que igualmente hubiéramos despreciado
porque cómo íbamos a hacernos lunes nosotros,
que éramos el relámpago
y los trenes a todo pulmón
y la flecha infinita que vuela asertiva
sin nunca perder el impulso del arco;
cómo íbamos a hacernos lunes nosotros,
que éramos la manada cruzando el río
no por no tener otra opción para continuar
sino porque no teníamos miedo a los cocodrilos
ni al futuro.
Pero el día menos pensado se nos hizo lunes para siempre.
Imprevisible, pero evidente, llegó ese lunes
y enseguida recordé cuando un día me dijiste:
“tras nuestra última muerte, mátame,
mátame, que no quede ni un solo recuerdo,
te prometo que yo haré lo mismo contigo.”
Esos eran los pactos que firmábamos,
pactos de no trascendencia,
pactos en los que lo único que nos valía era darlo todo
hoy,
porque nosotros no llegábamos al otro por carreteras secundarias,
comarcales sepias que son ilusión
de que el destino está ahí y será descanso,
no,
nosotros lo dábamos todo
hoy
hasta morir días tras día
como un ave fénix al que se la suda renacer;
morir días tras día hasta el último día,
que fue ese lunes, que en realidad fue miércoles o martes
pero sobre todo fue certeza
de que ya no podíamos dar más al otro,
pues hasta nos dimos a probar
el hígado y el pulmón,
el apéndice y el bazo,
toda la casquería excepto el corazón,
que sabemos que sabe a perro.
Así que después del último amor en mi cuarto
nos miramos y sonreímos,
sí, sonreímos,
porque apenarse en el adiós
es empezar a echar de menos el durante
y tú ya me dijiste
“recuerda, ni un solo recuerdo”,
así que te hice caso y no dije nada, sólo sonreí,
sonreí contigo la suerte de haber sido,
hasta entonces, inmortales.
Así que, aún sonriendo, desnudos nos abrazamos la piel
y después nos fuimos vistiendo para siempre
mientras, sobreimpresionados en la pared,
iban pasando, en sangre,
nuestros últimos
títulos de crédito.