Un tipo casi normal...

No me gusta que me hablen los taxistas. Tampoco cuando me cortan el pelo. No me gusta que cuando estoy mirando ropa alguien se me acerque y me diga hola, ¿te puedo ayudar? Ni aunque esté buena. Me gusta leer libros de pie en las librerías, aunque me pongo nervioso cuando una chica se pone a curiosear un libro a mi lado. Cualquier día me dará por invitarla a un café. No me gusta el café. Lo de invitarla "a un café" sería sólo por convención, se entiende. Para que supiera que tengo huevos pero que no soy peligroso. Tú me decías eres peligroso, miras hondo. Y yo respondía, te dije que no te convenía quitarme las gafas. No me gusta hablar con desconocidos. Con algunos. El taxista de esta mañana. Sólo me corto el pelo tres veces al año. Tú me llamabas Principito.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

El informe de los ojos brillando

Por culpa nuestra, niña, ilegalizarán la felicidad.
Cuando nos vean pasar cogidos de la mano
la policía secreta emitirá el informe de los ojos brillando.
Tenían los ojos brillando, dirá,
a pesar de ser de noche,
a pesar de estar nublado,
a pesar de no tener nada.
Revisamos sus cuentas bancarias, Inspector Jefe,
y descubrimos que por capital
sólo tenían un tatuaje de golondrinas en sus ojos.
Ni un euro, mi Inspector Jefe,
tan sólo los ojos volando
hasta bailar para alumbrar el camino.
Por eso no necesitan farolas por la noche.
Se mueven por las calles oscuras
como quienes conocen los rincones ocultos
del corazón del otro,
y se paran en cada esquina
para recordarse con las manos hablando lo indecible
y luego siguen andando
como si nada
y en sus ojos el brillo multiplicado
por toneladas de girasoles,
tanto brillo en sus ojos que cegaban
el ritmo cierto de los coches
viniendo de frente,
y hasta uno de ellos
se estrelló contra un árbol.
Son peligrosos, Inspector Jefe.
Deberíamos detenerlos.
Lo del coche accidentado es lo de menos,
pero sus ojos, mi Inspector Jefe, sus ojos.
Pronto podría correrse la voz
de que la felicidad es posible,
de que no hay por qué conformarse
simplemente con sobrevivir,
aprender a respirar azufre,
conformarse con flotar a la deriva
simplemente porque flotar es no ahogarse
aunque uno no llegue a ninguna orilla.
Pronto podría extenderse el rumor
de que tenemos derecho a buscar a encontrar
a esa persona que rellena con plumas de avestruz
el hueco infinito que hay entre tus costillas
hasta que tus ojos brillan
como ojos de feria.

Blanca es la ausencia

sábado, 15 de noviembre de 2014

El día en que tú y yo nos volvimos de repente lunes

No lo vimos venir.
Al día en que tú y yo nos supimos de repente lunes
no lo vimos venir.
No estaba marcado en nuestro calendario
hecho con trocitos de niebla
pues así de poco era
lo que nos importaba el tiempo;
no estaba tampoco en el fondo de nuestros ojos
que hasta el final siempre fueron
caramelos de limón.
No estaba en las profecías de Cassandra
que igualmente hubiéramos despreciado
porque cómo íbamos a hacernos lunes nosotros,
que éramos el relámpago
y los trenes a todo pulmón
y la flecha infinita que vuela asertiva
sin nunca perder el impulso del arco;
cómo íbamos a hacernos lunes nosotros,
que éramos la manada cruzando el río
no por no tener otra opción para continuar
sino porque no teníamos miedo a los cocodrilos
ni al futuro.
Pero el día menos pensado se nos hizo lunes para siempre.
Imprevisible, pero evidente, llegó ese lunes
y enseguida recordé cuando un día me dijiste:
“tras nuestra última muerte, mátame,
mátame, que no quede ni un solo recuerdo,
te prometo que yo haré lo mismo contigo.”
Esos eran los pactos que firmábamos,
pactos de no trascendencia,
pactos en los que lo único que nos valía era darlo todo
hoy,
porque nosotros no llegábamos al otro por carreteras secundarias,
comarcales sepias que son ilusión
de que el destino está ahí y será descanso,
no,
nosotros lo dábamos todo
hoy
hasta morir días tras día
como un ave fénix al que se la suda renacer;
morir días tras día hasta el último día,
que fue ese lunes, que en realidad fue miércoles o martes
pero sobre todo fue certeza
de que ya no podíamos dar más al otro,
pues hasta nos dimos a probar
el hígado y el pulmón,
el apéndice y el bazo,
toda la casquería excepto el corazón,
que sabemos que sabe a perro.
Así que después del último amor en mi cuarto
nos miramos y sonreímos,
sí, sonreímos,
porque apenarse en el adiós
es empezar a echar de menos el durante
y tú ya me dijiste
“recuerda, ni un solo recuerdo”,
así que te hice caso y no dije nada, sólo sonreí,
sonreí contigo la suerte de haber sido,
hasta entonces, inmortales.
Así que, aún sonriendo, desnudos nos abrazamos la piel
y después nos fuimos vistiendo para siempre
mientras, sobreimpresionados en la pared,
iban pasando, en sangre,
nuestros últimos
títulos de crédito.

La Nadia que no veis

sábado, 1 de noviembre de 2014

Escoger nuestra derrota


Llego a ti.
Como la ola furiosa
que no busca roca de acantilado,
sino muerta arena de playa;
como el elefante viejo que finalmente alcanza
su cementerio azul de Sabana rota;
como la lluvia innecesaria de un Norte
que moja a otro Norte empapado.

Llego a ti.
Como todas las heridas
a las que pusimos nuestro nombre;
como los restos del amor resbalando
mientras me miras
y dices “no importa”;
como la prórroga
que nunca merecimos ni alcanzamos;

como los metros siguientes al cruzar la meta
que atravesamos tarde;
como el futuro mal imaginado que es este ahora;
como el verso final que no mejora al poema,

así llego a ti.

No para salvarte,
no para salvarme,
sino para compartir
la derrota.

La Nadia que no veis.

miércoles, 8 de octubre de 2014

El recuerdo de los girasoles

Desechar
la tierra
firme.
No quiero caminar 
más que por el cable que une el edificio de Schweppes
a tus ojos;
tambalearme 
si hay que tambalearse,
caer 
si he de caer,
pero no quiero el poema sin la piel del poema.
Prefiero la cicatriz al arañazo
y eso explica casi todo lo que soy.
La ausencia manchará de blanco mis días
pero no pediré perdón
por el rojo que se transparente por mi corazón sangrando
bajo el recuerdo
de los girasoles.

Blanca es la ausencia

lunes, 6 de octubre de 2014

Silencio

Nunca regresó una voz
lanzada en las praderas de la ausencia.
Por definición es imposible ahí el eco,
como inútil es gritar en la Luna.
Ante tanto blanco, lo oportuno entonces
es callar,
que sea el silencio el que defienda
que el rastro de sangre seca entre tus manos
es sangre de los dos,
que tú también tienes el pecho gangrenado
y respiras por la boca abierta estorninos muertos
como suda la piel
el exceso de tinta del tatuaje.

Poema inédito, descartado.

martes, 30 de septiembre de 2014

La persistencia de Jacques

¿Envidian los charcos al mar?,
¿anhelan acaso extenderse infinitos
sin horizonte?,
¿no reflejar un pequeño trozo del cielo
sino el cielo entero?
Pero el charco no sabe del peso de las olas,
no sabe de las lágrimas de los peces,
no sabe del miedo del mar
a ese loco de Jacques Cousteau
que no duda en sumergirse hasta el fondo
del fondo
para encontrarla.


Jacques y el mar

lunes, 15 de septiembre de 2014

La China y yo


La primera vez que la vi fue el día que se mudó al barrio. Nos habíamos sentado todos en la acera de enfrente para cotillear quiénes eran los nuevos. Ella ayudaba a los de la mudanza a sacar trastos del camión. Llevaba una lámpara grande de mesa que casi le tapaba la vista, a que se ostia, dijo el Ufo. Supongo que me lo estoy inventando, que las cosas nunca suceden así, pero me gusta pensar que fui el único que ya entonces adivinó que esa niña venía a revolverlo todo.
La China tenía los ojos así como las chinas, y nosotros éramos muchas cosas pero no unos niños muy sagaces, así que desde que la hicimos de los nuestros la llamábamos la China. A ella no le molestaba, al contrario, se lo tomaba como lo que era: una distinción. Era la única chica a la que pusimos mote y el mote era importante en el barrio, porque dividía nuestra identidad en dos personalidades: nuestro yo institucionalizado y nuestro yo salvaje. El nombre "verdadero" era la identidad con la que decíamos sí, mamá o con la que aprendíamos el máximo común múltiplo y el mínimo común divisor. Pero bajo nuestra identidad de mote nos transformábamos en corsarios, en superhéroes, en pinta paredes, en Mark Lenders. Y la China fue, con nosotros, todo eso. Yo voy, decía, y la primera vez el Flecha le respondió qué vas a venir, vete a jugar al elástico, anda, y la China le respondió no recuerdo bien qué, pero fue un corte que le ridiculizó delante de todos y nos previno al resto, así que la China se venía a cazar gatos, y cuando la China se venía, pobres gatos, porque nosotros sólo "jugábamos" a cazarlos, unas cuantas carreras infructuosas y ya perdíamos el interés, pero cuando venía ella el juego ya no era un juego, era una misión y entonces se saltaba la jerarquía para ordenarnos a todos, vosotros por aquí, los perseguís y hacéis que vayan hacia nosotros que estaremos escondidos por aquí y entonces...
No sé en qué momento la China y yo, la China y yo. Por lo demás una cuestión difícilmente defendible porque el tiempo nos ganó algunas batallas y el espacio, durante una época, otras cuantas. Deja de moverte, cojones, y vuelve, me decía. Y sin embargo, la China y yo. Nunca nos he definido de manera más específica, porque si tratara de hacerlo, ahora por ejemplo, pensaríais bah, tampoco es para tanto. Así  de malo soy describiendo. Por eso también cada vez que la China me ha dicho ponle nombre, yo le he respondido igual: definir algo no lo hace más real. Y ella siempre me ha respondido también lo mismo: nada, solamente se me queda mirando con sus iris de china. No hay súper poder que te permita leer los iris parados de la China. Te lo digo yo.
Hace unos días cayó en mis manos un libro en el que creí encontrar una respuesta. Nos sentamos en un banco de la plaza y le alargué el libro abierto con el párrafo subrayado. China, eres un amarillo, le dije. Y ella leía mientras yo seguía el deslizar de sus pupilas de china:
"Un amarillo es una persona que, de pronto, aparece en tu vida y te la trastoca, conecta contigo más allá de la complicidad, se convierte en tu aliado, te conoce en lo más íntimo, compartes y te compartes en un tiempo ajeno al que marca el reloj, vives experiencias muy intensas, necesitas de su contacto físico… y, con la misma magia que llegó, un día desaparece."  
Me pidió el boli (ella sabe que siempre llevo un boli encima). Me pareció que subrayaba algo. Me devolvió el libro por la misma página abierta y entonces vi que no era un subrayado, sino un tachón. Había tachado la parte de y, con la misma magia que llegó, un día desaparece. La miré y entonces me dijo: yo no me voy, idiota.

La Nadia que no veis